miércoles, 21 de julio de 2010

El segundo crimen de la serie.

Se me aceleraba el corazón cada vez que veía un telediario. Por un lado, la acción había constituido todo un éxito. Dennis Rader, el "Asesino BTK" mató a 10 personas en 30 años. Jack el Destripador a media docena de mujeres en toda su carrera; al "Asesino del Zodíaco", uno de los pocos a los que no han cogido, se le atribuyen 7 crímenes. Cesó de actuar a pricipios de los 70, bien porque cambió de vida, bien porque está muerto.

Nueve conseguí yo en una noche, con un poco de imaginación y mucha grasa. Diez, pues uno de los heridos murió a los cuatro días. Tantos como Dennis Rader, y más que el resto de los citados arriba. No estaba nada mal.

Por otra parte yo me encontraba seriamente preocupado. Las cosas no se habían hecho bien. Los botes de grasa con los guantes habían quedado pendiente abajo. La prensa hablaba de una "sucesión de accidentes presuntamente provocados de manera intencionada", lo que era de esperar. No mencionaban en momento alguno los botes vacíos ni los guantes, pero no me cabía duda alguna de que la Guardia Civil, responsable de la investigación en un primer momento, los había encontrado.

En ese tipo de guante, rugoso,  no quedan marcadas las huellas digitales, pero mi ADN estaba en ellos, eso por descontado. No quedaba más remedio que admitir que había cometido varios errores de principiante. Hice una lista:

1.- No había probado la grasa, que resultó más espesa y dificil de manipular de lo previsto. Lo mismo sucedió con los guantes, que se habían convertido en un problema en el momento de quitármelos. En adelante debería cerciorarme de conocer en detalle cualquier herramienta o elemento necesario para realizar la acción.
2.- Había empleado mucho más tiempo del previsto, poniendo seriamente en riesgo toda la operación. A pesar de haber proyectado el acto en mi mente centenares de veces, ni una sola lo había practicado en realidad.
3.- El ya referido asunto de los botes y los guantes abandonados. Imperdonable. Imperdonable.

La prensa se ocupó del caso durante algunas semanas. Familiares de las víctimas pedían indemnizaciones. El Ministro del Interior tuvo que salir al paso con unas declaraciones en las que, más allá de no aclarar nada, afirmaba que todas las líneas de investigación estaban abiertas. Un periodista de investigación firmó el artículo en el que finalmente se filtraba la presencia de los consabidos botes.

Mi ADN estaba en los guantes, pero con el paso de los días fui llegando a la convicción de que esa circunstancia no era especialente peligrosa para mí. Tendrían que hacer análisis a toda la población nacional para dar conmigo. Pasé las siguientes semanas trabajando en un texto sobre sistemas de alcantarillado en el S. XVIII. Un coñazo. Por fin me decidí a actuar de nuevo, pues el segundo crimen estaba planeado y listo.

Me desplacé a A Coruña en tren. Allí alquilé un coche. No quise un modelo parecido al que había empleado la vez anterior y que tan malos recuerdos me traía. Éste era un modelo más ostentoso. Poco después de las tres de la madrugada entré en la discoteca, en Madrid. No estuve allí más de media hora. Antes de irme, dejé caer en el suelo del baño una bolsa con tres gramos de veneno. Allí había más de quince personas consumiendo todo tipo de drogas. Esa bolsa no duraría ni 10 segundos en el suelo. Cuando llegué de vuelta a A Coruña, el chaval que se había hecho con la falsa coca y tres de sus amigos ya estaban muertos.

Es sorprendentemente fácil conseguir un veneno letal. Está por todas partes. Media hora de búsqueda cociencuda en internet, en un cíber de Ferrol, unos días antes. Una dosis mínima de conicina causa vértigo, diarrea, debilidad muscular, disminución del ritmo cardíaco, parálisis y finalmente la muerte. La conicina se encuentra en una planta llamada conium maculatum, y esa planta, en Europa, crece por todas partes. Todos estamos hartos de verla. Si descuidamos un jardín durante tres meses, veremos alguna planta de la conicina. Sintetizar el alcaloide tampoco es complicado.

A las diez de la mañana había entregado el coche de alquiler. A las 14:30 estaba en mi casa, durmiendo como un tronco.

Retrato robot de un asesino.

En cuanto oí la noticia en la radio tuve algo más que una corazonada. Una certeza. Todos los vehículos que pasaron por aquella curva acabaron estrellados pendiente abajo. 50 kilos de grasa untados sobre el asfalto.

Inmediatamente me vino a la cabeza el recuerdo del chico aquél, en la cola de la ferretería, un mes atrás. Un niñato ricachón, bien educado, buenas maneras, trato afable, acento gallego. Llevaba un polo Lacoste, zapatillas de marca recién estrenadas, jersey al cuello, pantaloncitos de niño bien.

- Mucha grasa lleva usted, joven- le pregunté, por decir algo.
- Sí, son para un taller de mecanizados- se puso colorado, pestañeó, miró hacia la izquierda. Ese no había pisado un taller de mecanizados en su vida. Ese no sabía lo que era un torno. Manos delicadas, media melena rubia repeinada. Mentía.

Pagó en efectivo, y se negó a recibir ayuda. Yo pagué el pincel, con el que habría de barnizar un caballito de madera que hago para mi bisnieto. Le gustan las figuras de caballitos.

Salió cargando un bote en cada mano. Demasiado peso para él. Tuvo que detenerse un par de veces para recorrer los escasos veinte metros que mediaban de la puerta hasta su coche, un flamante deportivo de dos plazas. ¿Por qué demonios había mentido? Sólo estaba comprando grasa y un par de guantes.

En cuanto escuché la noticia me acordé del niñato. Cinco coches, uno de ellos un taxi; una motocicleta y una furgoneta. Siete vehículos en total se habían despeñado por aquel barranco. Nueve muertos y cuatro heridos, tres de ellos graves.

La radio decía: "Una gran mancha de grasa responsable de..." Gilipolleces. La grasa no tiene responsabilidades.

En 1958 fui el primer policía que se quedó a solas con Jarabo en la sala de interrogatorios. Llevo treinta años jubilado, tengo 94 ya. A mi edad no se tienen prisas. Me puse la dentadura, bajé a desayunar, y avisé a la enfermera de que saldría durante una hora. Que tengamos libertad de movimientos no significa que no debamos reportar nuestras salidas. Es un buen asilo, y se preocupan por nosotros. Varios compañeros me preguntaron a dónde iba.

- A comprar un pincel- respondí.
- ¿Otro pincel?
- Sí, otro pincel.
- Vaya, vaya. Otro pincel- dijo alguno, pensativo-, otro pincel, otro pincel, otro...

Enfermedades degenerativas. Te funden el cerebro.

Me dirigí caminando al almacén de ferretería. Medio kilómetro de un tirón, una proeza. Así me mantenía en forma.  Al llegar al almacén me senté en un escalón, en la entrada, durante un buen rato, para recuperar el resuello. Entonces me levanté. recorrí pausadamente los pasillos, elegí un buen pincel y una pequeña lata de barniz.

Seguí dando vueltas, buscando los botes de grasa. Por fin los encontré. No había muchas marcas que se suministrasen en botes de 25 kilos. Reconocí al momento la grasa que comprara el niñato. Llamé a un empleado, por señas. Se acercó solícito.

- Muchacho, por curiosidad, ¿esta grasa es industrial, sirve para engrasar maquinaria?
- Depende la máquina, señor.
- Un torno, una fresadora...
- ¡Oh, no! Es demasiado mala para eso. Nosotros la tenemos en botes de 25 kilos porque se la suministramos a un taller de chapa que hay por aquí cerca. La utilizan para proteger del óxido partidas de hierro que tienen almacenadas al aire libre. Yo no intentaría engrasar una buena máquina con esta porquería.

Pagué mi compra y llamé al radiotaxi. Había caminado demasiado ya.

Era obvio que aquel niñato me había mentido, lo era para mí desde aquel día en que había coincidido con él en la cola de aquel mismo almacén. Pero como buen profesional que había sido, aquella comprobación era necesaria. Estaba hecha.

La noticia siguió coleando durante días. El niñato estaría encantado.

lunes, 19 de julio de 2010

El primer crimen de la serie.

Ante todo, debo decir que no soy un psycho killer. No practico violaciones, no disfruto mirando a los ojos de una víctima mientras muere, ni cosas de esas. Ni siquiera mato por el placer de matar. Lo hago porque me he fijado ese objetivo, como supongo que podría haberme fijado cualquier otro. Es mi afición. Otros aprenden a tocar la guitarra. Yo, Genaro Silva, mato.

Pensarás igualmente que el propio hecho de poner negro sobre blanco toda mi historia como asesino en serie, dando incluso mi nombre (real) y multitud de detalles sobre mí, rompe una de las más elementales reglas escritas anteriorente, y así es, pero a su debido tiempo entenderás que a estas alturas ya poca importancia tiene, tío, o tía.

Pasé varios meses viajando, pensando, buscando métodos y objetivos. No víctimas, que esas las pondría el destino. Me preocupaba el cómo, el cuándo y el dónde. De entre las ideas que tuve, opté por empezar con la más sencilla. Era absolutamente consciente de mi inexperiencia, y eso me llevó a elegir el menos arriesgado de los métodos.

El éxito fue arrollador, mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Empezaré por el principio:

Se me ocurrió durante un paseo por una carretera secundaria que une las provincias de Lugo y Orense, una carretera jodidamente endiablada entre montañas, estrecha y mal asfaltada. Tenía muy poco tráfico, apenas me crucé con un par de coches durante varios kilómetros. Iban demasiado rápido para la velocidad a la que es aconsejable circular por una carretera como aquella. La conocían de memoria, sin duda, y eso les generaba cierta seguridad. Así pensé.

Como muchas de las antiguas carreteras gallegas, estaba llena de curvas, algunas muy cerradas. En algunos tramos, la carretera se cerraba con un pequeño muro de piedra de menos de medio metro de altura, que no resistiría el más leve golpe. Tras el muro, el vacío, un precipicio, la ladera de una montaña salpicada de árboles y rocas. Calculé que la caída sería de unos 50 metros en algunos puntos. Y siguiendo una costumbre muy nuestra, por aquí y por allá se veían cruces, en aquelos puntos en los que un accidente automovilístico había provocado una o varias muertes. Elegí una curva especialmente cerrada y mal peraltada, y memoricé las coordenadas que marcaba mi GPS.

Matar es fácil, tremendamente fácil. Creo que una novela de misterio tiene ese título. Puede que sea de la señora aquella inglesa, no recuerdo ahora su nombre.

Varios días después entré en un almacén de ferreteria, en Zamora. Compré dos grandes botes de grasa de 25 kg., 50 en total. Una barbaridad. Me hice también con un par de buenos guantes de jardinería.  Pagué en metálico. Recuerdo que un señor muy mayor que se encontraba tras de mí, en la cola de la caja, trató de entablar una convesración conmigo. Lo despaché con amabilidad. Un empleado de la ferretería se ofreció a ayudarme a transportar la grasa. Decliné amablemente, pues no quería que nadie se fijase en mi coche.

Pasé todavía unos días imaginando cómo lo haría. Debo confesar que eso me entretuvo bastante. Es subidón de adrenalina que te viene mientras planeas un crimen es indescriptible, solamente mejorado por el momento en que lo cometes.

Aquel día madrugué. Siguiendo con rigor el plan previsto, conduje hasta León. Allí aparqué mi coche en un centro comercial. Alquilé otro vehículo, uno discreto y lo llevé hasta el mismo parking, donde cargué los botes de grasa y los guantes en el maletero. Antes de salir de casa había tomado la precaución de  abrir los botes (una operación que podía llevar unos minutos preciosos)  y los volví a tapar sin presionar demasiado el cierre.

Tras parar en Benavente a comer en un restaurante frecuentado por viajantes y camioneros, estuve toda la tarde conduciendo. Quería recorrer muchos kilómetros, como si hubiera hecho un viaje muy largo.
Cené en Lugo, en un MacDonald's, también en un centro comercial, y me dirigí sin prisas, dando un largo rodeo, al lugar elegido, al que llegué a eso de las dos de la madrugada. No tenía ya a esas alturas ninguna duda de que sería capaz de hacerlo.

No había tráfico en la carretera, como yo esperaba. Detuve el coche unos pocos metros pasada la curva. En ese momento debía actuar con extrema rapidez, pues era el instante de riesgo. Yo había calculado que la operación no me llevaría más de un minuto. El corazón comenzó a latirme a una velocidad desmesurada mientras bajaba del coche y abría el maletero. Me puse los guantes, cogí el primer bote de grasa y rectrocedí hasta el punto en que la curva, casi una u, cambuaba de dirección. Volqué el bote, pero la grasa no caía. Era demasiado espesa. Durante un instante estuve a punto de desistir y replantearme la operación, pero decidí seguir. Presté atención y no escuché ruido alguno. Ningún oache se acercaba. Con las manos, comencé a vaciar el bote. Para mi fortuna, los guantes cubrían al menos la mitad de la distancia que va del codo a la muñeca. Traté de esparcir la grasa por  la mayor superficie posible. Terminada la operación volví al maletero abierto y tomé el segundo bote. Empecé a sentir verdadero temor a que se acercara un coche antes de tiempo, así que acabé como pude, dejando los 25 kg. de grasa repartidos en varios montones. Calculo que todo el proceso me llevó algo más de cinco minutos, mucho más de lo planeado. Los botes vacíos y los guantes estaban totalmente manchados de grasa, por lo que meterlos de nuevo en el maletero, tal como había planeado, no era una opción. No podría devolver un coche alquilado en esas condiciones. Estaba saliendo todo al revés. Todo mal. Incluso sacarme los guantes supuso una gran complicación.

Oí a lo lejos el ruido de un motor. Como pude, metí los guantes dentro de uno de los botes, lo tiré todo por la pendiente, me metí en el coche y salí del lugar a toda prisa. Me crucé a los pocos metros con un taxi. A mis espaldas oí un golpe seco, el que produjo el taxi al golpearse contra el murete de piedra y al cabo de pocos segundos otro mucho mayor. El taxi, supuse, estrellándose pendiente abajo contra una roca. Diez minutos después me crucé con una furgoneta.

viernes, 16 de julio de 2010

Las normas del buen serial killer

A estas alturas, estará el lector cuestionando seriamente mi primera afirmación en el sentido de que entendí que tenía el perfil perfecto de un asesino en serie. A juzgar por los pocos datos que he expuesto, no parece esa la realidad. Deja que me explique:

Yo no tenía motivo alguno para matar. Tampoco una personalidad sádica, ni deseos de dañar al prójimo. Eso es lo que me convierte en el perfecto asesino en serie, entendiendo que una de las finalidades últimas de quien decide asesinar es la de no ser descubierto. La mayoría de los asesinos en serie, sin embargo, fallan porque siguen pautas, o porque cometen errores de bulto. Reflexionando sobre todo ello, acordé analizar con cierto detalle qué es lo que alguien que decidiera convertirse en un serial killer jamás debería hacer, y elaboré una lista que reproduzco de memoria y explico con cierto pormenor:


1.- Nunca elijas a tus víctimas: Las víctimas deben ser fruto del azar. La elección de una víctima requiere, bien un conocimiento previo, bien un seguimiento.
2.- Nunca mantengas contacto con tus víctimas, ni antes ni después del crimen. En cuanto a la segunda parte del enunciado, jamás supuso un problema para mí. No tengo intención de mantener contacto alguno con un cadáver. La segunda parte es igualmente importante. No solamente se trata de no asesinar a un conocido, algo ya resuelto en el primer punto, sino de evitar todo tipo de contacto anterior al acto. Si no quieres que te mate, pregúntame la hora. Cualquier tipo de contacto previo puede generar testigos. Alguien que acuda a la policía diciendo: "la ví hablando con un chico alto, rubio, etc., etc."
3.- Nunca utilices el mismo sistema. Ese fue el error de David Berkowitz, conocido como "El Hijo de Sam". Asesinó a seis personas e hirió a siete en la década de los 70. Seguía a rajatabla las normas 1 y 2, pero se saltó la tercera. Utilizaba siempre el mismo método, tiroteando a sus víctimas con un arma del calibre 44. Aparte de ello, era un idiota que decía seguir órdenes de un demonio, encarnado en el perro de su vecino.
4.- Nunca guardes trofeos. Así caen la mayoría. Por algún motivo que a mí se me escapa, todos quieren tener un recuerdo. Joyas, documentación, miembros, cadáveres enteros, ojos conservados en formol, ropa, recortes de periódicos, fotografías... Harvey Mullan Glatman asesinó a tres chicas en 1957. Al cuarto intento fué sorprendido por una patrulla. Encontraron en su casa decenas de fotografías de sus víctimas, vivas y muertas. Otro imbécil. Como John Reginald Christie, quien asesinó a siete mujeres y guardaba los cadáveres en su casa.
5.- Nunca retes a la policía o a la prensa. Muchos son aficionados a ese juego que suele salir mal. Quizás lo hacen por emular a Jack el Destripador, no sé. El francés Marcel Petiot, tras una primera fuga, se dedicó a escribir cartas a un periódico, hasta que dieron con él. La policía, como se suele decir, no es tonta. Cada reto es una nueva prueba contra ti, y por otra parte, a nadie le gusta que traten de tomarle la medida.
6.- Nunca cometas otros delitos. De cajón. Si te sorprenden cometiendo un delito menor, como el simple robo de una cartera, un hábil interrogador puede hacer que te tambalees y acabes confesándolo todo.
7.- Nunca mates dos veces en la misma zona. Otro error habitual. La mayoría tienen una zona en la que se sienten seguros. Eso les lleva a volver una y otra vez, con lo que el cerco sobre ellos se va estrechando hasta que los cogen. Podríamos añadir a esta norma, o incluir como parte de ella, la siguiente: actúa siempre muy lejos de tu lugar habitual de residencia, a ser posible a cientos de kilómetros.
8.- Nunca busques un móvil. Enfermeras que matan a sus pacientes para que no sufran, homosexuales reprimidos que matan a otros homosexuales porque odian a los homosexuales, negros que matan a blancos porque los blancos son racistas... casi todos acaban cayendo al cuarto crimen.
9.- No te pasees por el lugar del crimen inmediatamente antes ni después de cometerlo. Tiene cierta relación con el punto 2.  El crimen ha de preparase con suficiente antelación y uno debe llegar, cometerlo y largarse.  Y eso incluye, sobre todo, no regresar al lugar, si puede ser, jamás.
10.- Nunca te jactes de lo que has hecho. Es obvio, pero son bastantes los que cometen esa estupidez. Se van a un bar, beben más de la cuenta, conocen a cualquiera y empiezan a largar.
11.- Nunca tengas cómplices. Actúa en solitario. Un cómplice puede quebrar cualquiera de las normas anteriores, puede delatarte, puede traicionarte, puede arrepentirse, puede fallar, puede aspirar al liderazgo, puede matarte.
12.- Nunca guardes pruebas. Lo mismo que con los trofeos. Deshazte siempre de las armas o cualquier otro elemento que hayas utilizado para cometer el asesinato.
13.- Nunca te confíes. Los hay que, tras dos o tres actuaciones, se sienten invulnerables y acaban yendo al lugar del crimen en su propio coche, o tomándose una caña en el bar de enfrente.
14.- Nunca llames la atención. No acudas a cometer tu asesinato con un jersey amarillo chillón y un sombrero mexicano.
15.- Nunca te deshagas de un cadáver. Si has cumplido todo lo anterior no será necesario.

Tras escribir la lista, la quemé. No necesitaba memorizarla, pues todas y cada una de las normas estaban suficientemente claras. Con el tiempo y la experiencia, y tras algún imprevisto, en alguna ocasión rompí alguna de esas normas, aunque jamás las más importantes.

No sé, quizás tenía demasiado tiempo libre. Pasaron varios meses hasta que me decidí a actuar. Pensé en algo fácil, muy fácil, y estuve dándole vueltas durante semanas, hasta que llegó el gran día.

miércoles, 14 de julio de 2010

Cómo me convierto en Serial Killer.

La decisión fue perfectamente razonada. No hay un porqué, pero sí un cómo.

Simplemente, un día comprendí que yo tenía el perfil del perfecto asesino en serie. Simplemente, mis hábitos de vida podrían permitirme cometer crímenes sin ser descubierto. Vivía yo la mayor parte del año en una casa aislada en el monte. Ocasionalmente me desplazaba hasta la ciudad, donde mantenía un piso, heredado de mis padres como la casa. Mi vida social se reducía prácticamente a la nada. No por ser una persona antisocial o huraña, aunque sí me definiría como un tipo solitario. Mi trabajo se desarrollaba desde el ordenador, lo que me permitía hacerlo desde cualquier sitio.

No tengo casi familia: ni padres, ni hermanos. Algunos tíos, con hijos de mi edad, a los que por aquel entonces veía en bodas o entierros, ceremonias o festividades en las que mi presencia nunca era requerida con especial énfasis ni mis ausencias parecían muy notorias.

Gozaba de cierto desahogo económico. Mis padres, ambos muertos prematuramente, me habían dejado una pequeña fortuna que yo completaba con mis labores como traductor de textos.

Debo dejar claro que no tengo, que yo sepa, alma o mente de psicópata. Nunca había tenido deseos o necesidad de matar, jamás fui maltratado en modo alguno, nunca gocé siendo niño decapitando lagartijas. De hecho, y por extraño que parezca, siento aversión ante cualquier tipo de violencia, sí, por extraño que parezca.

¿Por qué, entonces, decidí convertirme en un Serial Killer? No tengo la menor idea. Sé que un día, de alguna manera, comencé a pensar en ello.

Nadie seguía mis movimientos; podría desaparecer durante meses sin que se notara mi ausencia. Algún antiguo amigo, ocasionalmente un ex-compañero de instituto o de facultad, o alguno de mis tíos o primos me llamaban para interesarse por mí o para invitarme a una de esas fiestas anuales.

Tampoco con todo ello quiero decir que mi vida fuera aburrida. No lo era. Así era como yo quería vivir. En mi trabajo, en la lectura, en el cine, encontraba todas las distracciones que necesitaba. También practicaba algo de deporte para mantenerme en forma, aunque jamás deportes que necesitaran un equipo o un rival: senderismo, ciclismo de montaña. Muchas veces, simplemente comenzaba a correr durante horas o a cortar leña hasta que ya no podía más.

No tenía ni tengo a nadie a mi servicio. Me desempeño perfectamente en la cocina, mantengo la casa limpia; y la finca, a pesar de su gran tamaño, no requiere muchos cuidados: Robles y castaños, principalmente, y algún pino. También algunos frutales. Las podas correspondientes y dedicar algún tiempo, de cuando en vez, a retirar ramas y hojas que caen. Los montes en Galicia viven así, solos. Nada de viñas, césped ni setos o cualquier otro elemento vegetal que requiera trabajos de jardinería.

La finca se encuentra cerrada, desde tiempo inmemorial, por un muro de piedra de tres metros de altura. No tengo vecino alguno a la vista y el pueblo más cercano, al que casi nunca acudo, se encuentra a varios kilómetros de distancia. Hago la compra en un centro comercial, al que acudo una vez por semana o cada dos semanas, cuando aprovecho para acercarme a la ciudad para ventilar mi piso, en el que paso alguna noche. Mi vida, por tanto, era satisfactoria, pues eso exactamente es lo que yo entiendo que es una vida plena.  Tampoco he buscado jamás una relación duradera. Una mujer rompería aquella perfecta armonía.

Volviendo al principio, de alguna manera llegué un buen día a la conclusión de que yo sería un perfecto asesino en serie. No por considerar que tenía especiales aptitudes para ello. Tampoco tenía un móvil. Pero tenía la cobertura.

Como mucho, por buscar una explicación, quizás podría pensar que no tenía entonces una meta en mi vida, aunque esa es una reflexión que hago hoy, a posteriori. Puede que fuera ese el motivo. Tampoco fue una decisión repentina, sino algo que fue surgiendo por sí mismo, con una cadencia quizás deseada y sin duda premeditada.