lunes, 15 de noviembre de 2010

Me basto y me sobro

Las cosas se presentaron más complicadas de lo que yo preveía. Casi todos aquellos que habían sido mis compañeros en el Cuerpo estaban muertos; el resto, jubilados, mostraron un absoluto desinterés en prestarme ayuda. No tenía contactos ya, y un par de llamadas que hice presentándome como un antiguo inspector de la época de los grises apenas provocaron una carcajada en el primero de los casos y una igualmente irrespetuosa respuesta previa al abrupto corte de la comunicación en el segundo.

No tuve más remedio que entenderlo. Un anciano ex-policía franquista contando batallitas sobre Jarabo y anunciando conocer a un asesino en serie no merece credibilidad alguna. Yo hubiera actuado de igual manera en mis tiempos. Y me hubiera equivocado.

Mi convicción de que me encontraba ante un asesino en serie era algo más que el fruto de una corazonada. En el asilo sobran los periódicos y pasamos horas escuchando la radio y viendo la televisión. También tenemos un ordenador, aunque nadie sabe usarlo. Durante las semanas siguientes al múltiple crimen de la grasa, estuve muy pendiente de las crónicas de sucesos. En realidad siempre lo hacía, pues jugar a las damas con los inútiles de mis compañeros no requería, ni mucho menos, toda mi concentración. Pero, convencido de que el gilipollas al que me había encontrado en aquella cola en la caja de la ferretería no había tenido móvil alguno para provocar el crimen, estaba seguro de que aquel no sería el último de sus asesinatos. Así, escuchaba y leía las noticias buscando patrones que se correspondieran con aquel acto demencial. Pasaron varios días en los qe yo esperaba conocer un nuevo accidete múltiple provocado, sinn resultado.

Entretanto, llamé a la Guardia Civil. Pensé que dando los datos de los que disponía estarían interesados en hacer un retrato-robot del sospechoso. No me hicieron ni caso. Ni siquiera al mencionarles la marca de la grasa industrial, un dato que ellos debían de conocer a esas alturas, mostraron el menor interés.

- No se preocupe, abuelo -me dijeron-. Usted descanse, que ya nos encargamos nosotros.

Tampoco había nada que hacer por ese lado, así que me encontré atascado, jugando a las damas tarde tras tarde, dejando ganar a mis rivales y siempre pendiente de las noticias.

Un día me llamó la atención el caso de un envenenamiento por cocaína adulterada en una discoteca de Madrid. No tenía nada que ver, a priori, con el múltiple accidente de Galicia, ni en los métodos empleados ni en la localización del suceso, pero sí tenían algo en común: la aleatoriedad de las víctimas, cierto grado de preparación y, sobre todo, el hecho de ser un crimen cometido desde la distancia. Al asesino no le gustaba presenciar la muerte de sus víctimas. Guardé varios recortes que hablaban del suceso y decidí viajar a Madrid para investigar el caso. Me puse ropas juveniles y así,  caracterizado como un muchacho, me presenté a las puertas de la discoteca.

domingo, 5 de septiembre de 2010

El tercer crimen de la serie.

El segundo crimen me había dejado enteramente satisfecho. Limpio, sin riesgo alguno, efectivo. Entrar, salir y triunfar.

Eso me animó, tras el relativo desastre de mi primera acción y el lío con la grasa. Estuve durante unas semanas planeando mi próximo acto. Durante alguno de mis rutinarios mis viajes de exploración me había llamado la atención una casa solitaria. Se encontraba en una carretera comarcal asturiana, ni recuerdo el nombre de la comarca. Tenía las coordenadas apuntadas en la memoria de mi agenda, y con eso bastaba.

La casa estaba habitada, a saber por quién. Lo que me interesaba de aquella vivienda era que todas las ventanas estaban enrejadas.

Yo había detenido mi coche a cierta distancia de la casa y había permanecido allí, vigilando, por espacio de unos cinco minutos. Mi posición desde la carretera, elevada varios metros, me permitía ver la edificación casi al comleto, lo justo para advertir que solamente contaba con un acceso. Tuve la fortuna de observar a una señora en aquel momento, saliendo de la vivienda. La puerta principal abría hacia fuera. Era todo perfecto. Una cuña en esa puerta impediría que se abriera, y las ventanas enrejadas la convertirían en una prisión.

El día señalado, me acerqué con mi coche a Oviedo. Lo dejé en un parking y me acerqué a una agencia de alquiler. Era la tercera vez que alquilaba un coche para cometer un crimen y aquello comenzaba a preocuparme. Como suele suceder en estos casos, son las rutinas las que hacen caer a los asesinos en serie. "Tras este crimen -pensé- me compraré un coche de segunda mano. Un modelo sencillo, de los que abundan y en un color muy visto. Blanco."

Pasé la tarde en Oviedo, bebiendo sidra y tapeando. Conocí a un grupo de gente a la que me acoplé. Les hice creer que era un agente comercial de paso por la ciudad. Fue una tarde entretenida. Me despedí  y cogí el coche alquilado. Saqué del maletero la mochila, en la que llevaba tres botellas con líquido inflamable y la coloqué en el asiento del copiloto.

Estuve durante un par de horas dando vueltas, haciendo kilómetros y perdiendo el tiempo. A la hora prevista, me fui acercando a la casa. Serían algo más de las dos de la madrugada cuando llegué.

El resultado fue desastroso. Para empezar, la carretara no estaba iluminada. Tuve que aparcar el coche frente a la vivienda para poder iluminar el escenario con las luces. Descorché las botellas, preparé ñas mechas y me acerqué a la puerta. Puse bajo ella una cuña. para evitar su apertura.

Prendí la mecha de la primera botella. La estrellé contra la pared, a más de un metro a la ventana. La botella estalló rompiéndose en mil pedazos y su contenido salió salpicado en todas direcciones, aunque por desgracia mi falta de puntería impidió que se colara en el interior de la vivienda. Varias gotas de líquido inflamado cayeron sobre mí. Por un momento temí que las mechas de las otras dos botellas que llevaba en la mochila prendieran en mi espalda, lo que por fortuna no sucedió. Un perro comenzó a ladrar, y vi una luz encendiéndose en el interior de la casa.

A duras penas conseguí apagar el líquido que ardía sobre mí, del que me quedó una quemadura pequeña en la frente y otra bastante más seria en mi brazo izquierdo.  Ni una sola gota había entrado en el interior de la vivienda.

En ese momento vi acercarse un ciclomotor. Bajó de él un hombre, gritando como un loco. Un testigo incómodo e inoportuno. Saqué de la mochila la segunda botella, prendí la mecha con manos temblorosas  y la arrojé a sus pies. El tío comenzó a arder. Corría hacia mí. Sus gritos eran espantosos.

Se arrojó al suelo en cuanto el dolor le impidió seguir avanzando. Me acerqué a él, cogí la tercera botella y la estrellé en el suelo, junto a su cabeza. Asomada a la ventana, una mujer preseciaba la escena, chillando como loca.

Me subí al coche y salí de aquel lugar a toda velociad.

Sin demora, llegué a Oviedo. Fui al parking en el que estaba aparcado mi coche y me cambié la ropa. El jersey tenía una quemadura notable en la manga. Directamente, entregué el vehículo alquilado, volví al parking, cogí mi coche y volví a mi casa tan rápido como pude. La quemadura e la frente era casi inapreciable y poco dolorosa. La del brazo se me hizo insoportable. Lógicamente no podía acudir a ningún lugar a que me la curaran. En casa tenía pomadas y analgésicos.

Pasé varias semanas hundido. La señora de la casa me había visto, aunque tenía mis dudas de que se hubiese fijado en mi rostro iluminado por las llamas que quemaban al gilipollas del ciclomotor.

Había cometido serios errores, confiado por el relativo éxito de mi primer crimen y aleccionado por el éxito del segundo. Aquello no podría volver a suceder. Decidí  preparar concienzudamente cada una de mis siguientes acciones, no dejando nada al azar ni a la improvisación. Me tomé mi tiempo.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Yo me cambio mis pañales.

A pesar de mi avanzada edad (de mi avanzada senectud), me encuentro en plena forma. Cierto que hace ya años que perdí ciertas facultades físicas. No puedo correr o saltar como un muchacho, ni veo necesidad de hacer semejantes tonterías. Aquellos accidentes provocados, diez muertos, me devolvieron la memoria de otros tiempos.

Nunca he perdido la lucidez. Mi mente, en todo caso, se encuentra tan lúcida como en mis mejores tiempos. Vivo rodeado de vegetales y de imbéciles en este asilo -ahora dicen geriátrico-, haciendo caballitos de madera, pero eso no me convierte en un inútil.

Decidí continuar con mi investigación hasta atrapar al asesino.

Tiempo atrás, ya lo he dicho, yo fui quien arrancó la confesión a Jarabo. A Jarabo le debo yo mucho. El 22 de julio de 1958 nos trajeron a Jarabo a la comisaría. Era el único sospechoso de cuatro crímenes, cometidos entre el día 19 y el 21 del mismo mes. Dos mujeres y dos hombres; ellas, la una criada de un prestamista y la otra esposa de otro prestamista, socio del primero, ambos también asesinados. Mientras mis superiores se preguntaban qué hacer con el caso y enloquecían pidiendo instrucciones yo me quedé a solas con él.

José María Mnauel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris era un niñato bien. Su tío era Presidente del Tribunal Supremo, y de ahí el nerviosismo de mis jefes. No se atrevían a interrogar al sospechoso en tanto alguien de arriba se hiciese cargo o diera instrucciones precisas.

Los dos varones asesinados eran usureros, chantajistas, unos hijos de puta. Y Jarabo un morfinómano, alcohólico, mujeriego multimillonario que había dilapidado una inmensa fortuna en juergas, vicios, mujeres, juego...

Todo el mundo sabía en Madrid quién era el sospechoso y quiénes las víctimas y no era difícil imaginar alguna situación, o mil, en la que Jarabo podría haber caído en manos de los usureros. Yo, a solas con el engreído mamarracho, comprendí al instante que solamente una confesión evitaría que el detenido saliese sin más de aquella sala. Sus influencias y el dinero de su familia comenzarían pronto a mover fichas en su favor. Así, mientras mis jefes corrían de un lado a otro y los teléfonos no paraban de sonar, Jarabo sonreía y sacudía inexietentes motas de polvo de su inmacuado traje cortado a mano por el mejor sastre de París. A su lado, yo, encargado de su vigilancia, inicié una conversación aparentemente banal.

- No se preocupe, Don José María, están en cotacto con su tío. A estas alturas sus padres ya estarán buscando un avión para volar desde Puerto Rico para arreglarlo todo.
- ¿Mis padres?
- Lo sacarán de España, eso seguro, y puede que tenga usted que llevar una vida menos escandalosa en adelante. Nadie demostrará que es usted culpable, y a fin de cuentas hay mucha gente que quería ver muertos a esos prestamistas. Nadie los echará en falta. Puede que las muertes de las mujeres compliquen un poco el asunto, pero nada debe temer. Usted es un caballero y esos hombres merecían morir. Sabemos cómo se las gastaban.

Así, fui llevando la conversación hacia los prestamistas, propietarios de una casa de empeños y conocidos chantajistas de la clase alta madrileña. Convencido de encontrarse a salvo y libre de sospechas, protegido por sus influencias, Jarabo comenzó a contar que esos cabrones le intentaban joder la vida, a él, Jarabo, el gran Jarabo. Sacó dos puros, me ofreció uno; se puso cómodo, estiró las piernas.

Siguió hablando y hablando hasta derrumbarse al llegar a la muerte de las mujeres.

- Yo nunca haría daño a una mujer. Soy un caballero. Me he partido la cara por muchas mujeres. Yo las amo, jamás les haría daño. Pero no tuve más remedio. Sospecharon algo, se pusieron nerviosas. Dios, una de ellas estaba embarazada. ¿Cree usted lo que digo? Tuve que matarlas.

Cuando los jefes volvieron a la sala donde Jarabo lloraba y confesaba a voz en grito, con todo lujo de detalles. El tío de Jarabo, enterado de aquella inoportuna confesión, espantado por los terribles detalles de aquellos cuatro asesinatos, abandonó a Jarabo a su suerte.

Si bien mi nombre jamás apareció en relación a aquel caso, gané enteros en el Cuerpo. Me encomendaron desde entonces multitud de interrogatorios y me convertí en un especialista en homicidios. Hasta mi retiro voluntario, tuve ocasión de tratar con muchos asesinos, y aprendí a conocerlos. Los más odiosos eran para mí los que respondían al perfil de Jarabo: imbéciles guaperas, con un nivel socioeconómico elevado, engreídos, aburridos de sí mismos, despreciaban al resto de la humanidad y se creían todopoderosos.

Y uno de ellos era aquel chico al que no me podía quitar de la cabeza, el comprador de grasa industrial, el asesino de diez personas. Aquel niñato con el que me había topado en la cola del almacén.

Yo me cambio mis pañales. Soy un hombre. Atraparé a ese gilipollas. Y lo haré antes de mi 95 cumpleaños. Ahora, cenaré mi papilla, me acostaré -son casi las ocho y media de la noche- y mañana me pondré a trabajar. Estoy de vuelta.

miércoles, 21 de julio de 2010

El segundo crimen de la serie.

Se me aceleraba el corazón cada vez que veía un telediario. Por un lado, la acción había constituido todo un éxito. Dennis Rader, el "Asesino BTK" mató a 10 personas en 30 años. Jack el Destripador a media docena de mujeres en toda su carrera; al "Asesino del Zodíaco", uno de los pocos a los que no han cogido, se le atribuyen 7 crímenes. Cesó de actuar a pricipios de los 70, bien porque cambió de vida, bien porque está muerto.

Nueve conseguí yo en una noche, con un poco de imaginación y mucha grasa. Diez, pues uno de los heridos murió a los cuatro días. Tantos como Dennis Rader, y más que el resto de los citados arriba. No estaba nada mal.

Por otra parte yo me encontraba seriamente preocupado. Las cosas no se habían hecho bien. Los botes de grasa con los guantes habían quedado pendiente abajo. La prensa hablaba de una "sucesión de accidentes presuntamente provocados de manera intencionada", lo que era de esperar. No mencionaban en momento alguno los botes vacíos ni los guantes, pero no me cabía duda alguna de que la Guardia Civil, responsable de la investigación en un primer momento, los había encontrado.

En ese tipo de guante, rugoso,  no quedan marcadas las huellas digitales, pero mi ADN estaba en ellos, eso por descontado. No quedaba más remedio que admitir que había cometido varios errores de principiante. Hice una lista:

1.- No había probado la grasa, que resultó más espesa y dificil de manipular de lo previsto. Lo mismo sucedió con los guantes, que se habían convertido en un problema en el momento de quitármelos. En adelante debería cerciorarme de conocer en detalle cualquier herramienta o elemento necesario para realizar la acción.
2.- Había empleado mucho más tiempo del previsto, poniendo seriamente en riesgo toda la operación. A pesar de haber proyectado el acto en mi mente centenares de veces, ni una sola lo había practicado en realidad.
3.- El ya referido asunto de los botes y los guantes abandonados. Imperdonable. Imperdonable.

La prensa se ocupó del caso durante algunas semanas. Familiares de las víctimas pedían indemnizaciones. El Ministro del Interior tuvo que salir al paso con unas declaraciones en las que, más allá de no aclarar nada, afirmaba que todas las líneas de investigación estaban abiertas. Un periodista de investigación firmó el artículo en el que finalmente se filtraba la presencia de los consabidos botes.

Mi ADN estaba en los guantes, pero con el paso de los días fui llegando a la convicción de que esa circunstancia no era especialente peligrosa para mí. Tendrían que hacer análisis a toda la población nacional para dar conmigo. Pasé las siguientes semanas trabajando en un texto sobre sistemas de alcantarillado en el S. XVIII. Un coñazo. Por fin me decidí a actuar de nuevo, pues el segundo crimen estaba planeado y listo.

Me desplacé a A Coruña en tren. Allí alquilé un coche. No quise un modelo parecido al que había empleado la vez anterior y que tan malos recuerdos me traía. Éste era un modelo más ostentoso. Poco después de las tres de la madrugada entré en la discoteca, en Madrid. No estuve allí más de media hora. Antes de irme, dejé caer en el suelo del baño una bolsa con tres gramos de veneno. Allí había más de quince personas consumiendo todo tipo de drogas. Esa bolsa no duraría ni 10 segundos en el suelo. Cuando llegué de vuelta a A Coruña, el chaval que se había hecho con la falsa coca y tres de sus amigos ya estaban muertos.

Es sorprendentemente fácil conseguir un veneno letal. Está por todas partes. Media hora de búsqueda cociencuda en internet, en un cíber de Ferrol, unos días antes. Una dosis mínima de conicina causa vértigo, diarrea, debilidad muscular, disminución del ritmo cardíaco, parálisis y finalmente la muerte. La conicina se encuentra en una planta llamada conium maculatum, y esa planta, en Europa, crece por todas partes. Todos estamos hartos de verla. Si descuidamos un jardín durante tres meses, veremos alguna planta de la conicina. Sintetizar el alcaloide tampoco es complicado.

A las diez de la mañana había entregado el coche de alquiler. A las 14:30 estaba en mi casa, durmiendo como un tronco.

Retrato robot de un asesino.

En cuanto oí la noticia en la radio tuve algo más que una corazonada. Una certeza. Todos los vehículos que pasaron por aquella curva acabaron estrellados pendiente abajo. 50 kilos de grasa untados sobre el asfalto.

Inmediatamente me vino a la cabeza el recuerdo del chico aquél, en la cola de la ferretería, un mes atrás. Un niñato ricachón, bien educado, buenas maneras, trato afable, acento gallego. Llevaba un polo Lacoste, zapatillas de marca recién estrenadas, jersey al cuello, pantaloncitos de niño bien.

- Mucha grasa lleva usted, joven- le pregunté, por decir algo.
- Sí, son para un taller de mecanizados- se puso colorado, pestañeó, miró hacia la izquierda. Ese no había pisado un taller de mecanizados en su vida. Ese no sabía lo que era un torno. Manos delicadas, media melena rubia repeinada. Mentía.

Pagó en efectivo, y se negó a recibir ayuda. Yo pagué el pincel, con el que habría de barnizar un caballito de madera que hago para mi bisnieto. Le gustan las figuras de caballitos.

Salió cargando un bote en cada mano. Demasiado peso para él. Tuvo que detenerse un par de veces para recorrer los escasos veinte metros que mediaban de la puerta hasta su coche, un flamante deportivo de dos plazas. ¿Por qué demonios había mentido? Sólo estaba comprando grasa y un par de guantes.

En cuanto escuché la noticia me acordé del niñato. Cinco coches, uno de ellos un taxi; una motocicleta y una furgoneta. Siete vehículos en total se habían despeñado por aquel barranco. Nueve muertos y cuatro heridos, tres de ellos graves.

La radio decía: "Una gran mancha de grasa responsable de..." Gilipolleces. La grasa no tiene responsabilidades.

En 1958 fui el primer policía que se quedó a solas con Jarabo en la sala de interrogatorios. Llevo treinta años jubilado, tengo 94 ya. A mi edad no se tienen prisas. Me puse la dentadura, bajé a desayunar, y avisé a la enfermera de que saldría durante una hora. Que tengamos libertad de movimientos no significa que no debamos reportar nuestras salidas. Es un buen asilo, y se preocupan por nosotros. Varios compañeros me preguntaron a dónde iba.

- A comprar un pincel- respondí.
- ¿Otro pincel?
- Sí, otro pincel.
- Vaya, vaya. Otro pincel- dijo alguno, pensativo-, otro pincel, otro pincel, otro...

Enfermedades degenerativas. Te funden el cerebro.

Me dirigí caminando al almacén de ferretería. Medio kilómetro de un tirón, una proeza. Así me mantenía en forma.  Al llegar al almacén me senté en un escalón, en la entrada, durante un buen rato, para recuperar el resuello. Entonces me levanté. recorrí pausadamente los pasillos, elegí un buen pincel y una pequeña lata de barniz.

Seguí dando vueltas, buscando los botes de grasa. Por fin los encontré. No había muchas marcas que se suministrasen en botes de 25 kilos. Reconocí al momento la grasa que comprara el niñato. Llamé a un empleado, por señas. Se acercó solícito.

- Muchacho, por curiosidad, ¿esta grasa es industrial, sirve para engrasar maquinaria?
- Depende la máquina, señor.
- Un torno, una fresadora...
- ¡Oh, no! Es demasiado mala para eso. Nosotros la tenemos en botes de 25 kilos porque se la suministramos a un taller de chapa que hay por aquí cerca. La utilizan para proteger del óxido partidas de hierro que tienen almacenadas al aire libre. Yo no intentaría engrasar una buena máquina con esta porquería.

Pagué mi compra y llamé al radiotaxi. Había caminado demasiado ya.

Era obvio que aquel niñato me había mentido, lo era para mí desde aquel día en que había coincidido con él en la cola de aquel mismo almacén. Pero como buen profesional que había sido, aquella comprobación era necesaria. Estaba hecha.

La noticia siguió coleando durante días. El niñato estaría encantado.

lunes, 19 de julio de 2010

El primer crimen de la serie.

Ante todo, debo decir que no soy un psycho killer. No practico violaciones, no disfruto mirando a los ojos de una víctima mientras muere, ni cosas de esas. Ni siquiera mato por el placer de matar. Lo hago porque me he fijado ese objetivo, como supongo que podría haberme fijado cualquier otro. Es mi afición. Otros aprenden a tocar la guitarra. Yo, Genaro Silva, mato.

Pensarás igualmente que el propio hecho de poner negro sobre blanco toda mi historia como asesino en serie, dando incluso mi nombre (real) y multitud de detalles sobre mí, rompe una de las más elementales reglas escritas anteriorente, y así es, pero a su debido tiempo entenderás que a estas alturas ya poca importancia tiene, tío, o tía.

Pasé varios meses viajando, pensando, buscando métodos y objetivos. No víctimas, que esas las pondría el destino. Me preocupaba el cómo, el cuándo y el dónde. De entre las ideas que tuve, opté por empezar con la más sencilla. Era absolutamente consciente de mi inexperiencia, y eso me llevó a elegir el menos arriesgado de los métodos.

El éxito fue arrollador, mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Empezaré por el principio:

Se me ocurrió durante un paseo por una carretera secundaria que une las provincias de Lugo y Orense, una carretera jodidamente endiablada entre montañas, estrecha y mal asfaltada. Tenía muy poco tráfico, apenas me crucé con un par de coches durante varios kilómetros. Iban demasiado rápido para la velocidad a la que es aconsejable circular por una carretera como aquella. La conocían de memoria, sin duda, y eso les generaba cierta seguridad. Así pensé.

Como muchas de las antiguas carreteras gallegas, estaba llena de curvas, algunas muy cerradas. En algunos tramos, la carretera se cerraba con un pequeño muro de piedra de menos de medio metro de altura, que no resistiría el más leve golpe. Tras el muro, el vacío, un precipicio, la ladera de una montaña salpicada de árboles y rocas. Calculé que la caída sería de unos 50 metros en algunos puntos. Y siguiendo una costumbre muy nuestra, por aquí y por allá se veían cruces, en aquelos puntos en los que un accidente automovilístico había provocado una o varias muertes. Elegí una curva especialmente cerrada y mal peraltada, y memoricé las coordenadas que marcaba mi GPS.

Matar es fácil, tremendamente fácil. Creo que una novela de misterio tiene ese título. Puede que sea de la señora aquella inglesa, no recuerdo ahora su nombre.

Varios días después entré en un almacén de ferreteria, en Zamora. Compré dos grandes botes de grasa de 25 kg., 50 en total. Una barbaridad. Me hice también con un par de buenos guantes de jardinería.  Pagué en metálico. Recuerdo que un señor muy mayor que se encontraba tras de mí, en la cola de la caja, trató de entablar una convesración conmigo. Lo despaché con amabilidad. Un empleado de la ferretería se ofreció a ayudarme a transportar la grasa. Decliné amablemente, pues no quería que nadie se fijase en mi coche.

Pasé todavía unos días imaginando cómo lo haría. Debo confesar que eso me entretuvo bastante. Es subidón de adrenalina que te viene mientras planeas un crimen es indescriptible, solamente mejorado por el momento en que lo cometes.

Aquel día madrugué. Siguiendo con rigor el plan previsto, conduje hasta León. Allí aparqué mi coche en un centro comercial. Alquilé otro vehículo, uno discreto y lo llevé hasta el mismo parking, donde cargué los botes de grasa y los guantes en el maletero. Antes de salir de casa había tomado la precaución de  abrir los botes (una operación que podía llevar unos minutos preciosos)  y los volví a tapar sin presionar demasiado el cierre.

Tras parar en Benavente a comer en un restaurante frecuentado por viajantes y camioneros, estuve toda la tarde conduciendo. Quería recorrer muchos kilómetros, como si hubiera hecho un viaje muy largo.
Cené en Lugo, en un MacDonald's, también en un centro comercial, y me dirigí sin prisas, dando un largo rodeo, al lugar elegido, al que llegué a eso de las dos de la madrugada. No tenía ya a esas alturas ninguna duda de que sería capaz de hacerlo.

No había tráfico en la carretera, como yo esperaba. Detuve el coche unos pocos metros pasada la curva. En ese momento debía actuar con extrema rapidez, pues era el instante de riesgo. Yo había calculado que la operación no me llevaría más de un minuto. El corazón comenzó a latirme a una velocidad desmesurada mientras bajaba del coche y abría el maletero. Me puse los guantes, cogí el primer bote de grasa y rectrocedí hasta el punto en que la curva, casi una u, cambuaba de dirección. Volqué el bote, pero la grasa no caía. Era demasiado espesa. Durante un instante estuve a punto de desistir y replantearme la operación, pero decidí seguir. Presté atención y no escuché ruido alguno. Ningún oache se acercaba. Con las manos, comencé a vaciar el bote. Para mi fortuna, los guantes cubrían al menos la mitad de la distancia que va del codo a la muñeca. Traté de esparcir la grasa por  la mayor superficie posible. Terminada la operación volví al maletero abierto y tomé el segundo bote. Empecé a sentir verdadero temor a que se acercara un coche antes de tiempo, así que acabé como pude, dejando los 25 kg. de grasa repartidos en varios montones. Calculo que todo el proceso me llevó algo más de cinco minutos, mucho más de lo planeado. Los botes vacíos y los guantes estaban totalmente manchados de grasa, por lo que meterlos de nuevo en el maletero, tal como había planeado, no era una opción. No podría devolver un coche alquilado en esas condiciones. Estaba saliendo todo al revés. Todo mal. Incluso sacarme los guantes supuso una gran complicación.

Oí a lo lejos el ruido de un motor. Como pude, metí los guantes dentro de uno de los botes, lo tiré todo por la pendiente, me metí en el coche y salí del lugar a toda prisa. Me crucé a los pocos metros con un taxi. A mis espaldas oí un golpe seco, el que produjo el taxi al golpearse contra el murete de piedra y al cabo de pocos segundos otro mucho mayor. El taxi, supuse, estrellándose pendiente abajo contra una roca. Diez minutos después me crucé con una furgoneta.

viernes, 16 de julio de 2010

Las normas del buen serial killer

A estas alturas, estará el lector cuestionando seriamente mi primera afirmación en el sentido de que entendí que tenía el perfil perfecto de un asesino en serie. A juzgar por los pocos datos que he expuesto, no parece esa la realidad. Deja que me explique:

Yo no tenía motivo alguno para matar. Tampoco una personalidad sádica, ni deseos de dañar al prójimo. Eso es lo que me convierte en el perfecto asesino en serie, entendiendo que una de las finalidades últimas de quien decide asesinar es la de no ser descubierto. La mayoría de los asesinos en serie, sin embargo, fallan porque siguen pautas, o porque cometen errores de bulto. Reflexionando sobre todo ello, acordé analizar con cierto detalle qué es lo que alguien que decidiera convertirse en un serial killer jamás debería hacer, y elaboré una lista que reproduzco de memoria y explico con cierto pormenor:


1.- Nunca elijas a tus víctimas: Las víctimas deben ser fruto del azar. La elección de una víctima requiere, bien un conocimiento previo, bien un seguimiento.
2.- Nunca mantengas contacto con tus víctimas, ni antes ni después del crimen. En cuanto a la segunda parte del enunciado, jamás supuso un problema para mí. No tengo intención de mantener contacto alguno con un cadáver. La segunda parte es igualmente importante. No solamente se trata de no asesinar a un conocido, algo ya resuelto en el primer punto, sino de evitar todo tipo de contacto anterior al acto. Si no quieres que te mate, pregúntame la hora. Cualquier tipo de contacto previo puede generar testigos. Alguien que acuda a la policía diciendo: "la ví hablando con un chico alto, rubio, etc., etc."
3.- Nunca utilices el mismo sistema. Ese fue el error de David Berkowitz, conocido como "El Hijo de Sam". Asesinó a seis personas e hirió a siete en la década de los 70. Seguía a rajatabla las normas 1 y 2, pero se saltó la tercera. Utilizaba siempre el mismo método, tiroteando a sus víctimas con un arma del calibre 44. Aparte de ello, era un idiota que decía seguir órdenes de un demonio, encarnado en el perro de su vecino.
4.- Nunca guardes trofeos. Así caen la mayoría. Por algún motivo que a mí se me escapa, todos quieren tener un recuerdo. Joyas, documentación, miembros, cadáveres enteros, ojos conservados en formol, ropa, recortes de periódicos, fotografías... Harvey Mullan Glatman asesinó a tres chicas en 1957. Al cuarto intento fué sorprendido por una patrulla. Encontraron en su casa decenas de fotografías de sus víctimas, vivas y muertas. Otro imbécil. Como John Reginald Christie, quien asesinó a siete mujeres y guardaba los cadáveres en su casa.
5.- Nunca retes a la policía o a la prensa. Muchos son aficionados a ese juego que suele salir mal. Quizás lo hacen por emular a Jack el Destripador, no sé. El francés Marcel Petiot, tras una primera fuga, se dedicó a escribir cartas a un periódico, hasta que dieron con él. La policía, como se suele decir, no es tonta. Cada reto es una nueva prueba contra ti, y por otra parte, a nadie le gusta que traten de tomarle la medida.
6.- Nunca cometas otros delitos. De cajón. Si te sorprenden cometiendo un delito menor, como el simple robo de una cartera, un hábil interrogador puede hacer que te tambalees y acabes confesándolo todo.
7.- Nunca mates dos veces en la misma zona. Otro error habitual. La mayoría tienen una zona en la que se sienten seguros. Eso les lleva a volver una y otra vez, con lo que el cerco sobre ellos se va estrechando hasta que los cogen. Podríamos añadir a esta norma, o incluir como parte de ella, la siguiente: actúa siempre muy lejos de tu lugar habitual de residencia, a ser posible a cientos de kilómetros.
8.- Nunca busques un móvil. Enfermeras que matan a sus pacientes para que no sufran, homosexuales reprimidos que matan a otros homosexuales porque odian a los homosexuales, negros que matan a blancos porque los blancos son racistas... casi todos acaban cayendo al cuarto crimen.
9.- No te pasees por el lugar del crimen inmediatamente antes ni después de cometerlo. Tiene cierta relación con el punto 2.  El crimen ha de preparase con suficiente antelación y uno debe llegar, cometerlo y largarse.  Y eso incluye, sobre todo, no regresar al lugar, si puede ser, jamás.
10.- Nunca te jactes de lo que has hecho. Es obvio, pero son bastantes los que cometen esa estupidez. Se van a un bar, beben más de la cuenta, conocen a cualquiera y empiezan a largar.
11.- Nunca tengas cómplices. Actúa en solitario. Un cómplice puede quebrar cualquiera de las normas anteriores, puede delatarte, puede traicionarte, puede arrepentirse, puede fallar, puede aspirar al liderazgo, puede matarte.
12.- Nunca guardes pruebas. Lo mismo que con los trofeos. Deshazte siempre de las armas o cualquier otro elemento que hayas utilizado para cometer el asesinato.
13.- Nunca te confíes. Los hay que, tras dos o tres actuaciones, se sienten invulnerables y acaban yendo al lugar del crimen en su propio coche, o tomándose una caña en el bar de enfrente.
14.- Nunca llames la atención. No acudas a cometer tu asesinato con un jersey amarillo chillón y un sombrero mexicano.
15.- Nunca te deshagas de un cadáver. Si has cumplido todo lo anterior no será necesario.

Tras escribir la lista, la quemé. No necesitaba memorizarla, pues todas y cada una de las normas estaban suficientemente claras. Con el tiempo y la experiencia, y tras algún imprevisto, en alguna ocasión rompí alguna de esas normas, aunque jamás las más importantes.

No sé, quizás tenía demasiado tiempo libre. Pasaron varios meses hasta que me decidí a actuar. Pensé en algo fácil, muy fácil, y estuve dándole vueltas durante semanas, hasta que llegó el gran día.