miércoles, 18 de agosto de 2010

Yo me cambio mis pañales.

A pesar de mi avanzada edad (de mi avanzada senectud), me encuentro en plena forma. Cierto que hace ya años que perdí ciertas facultades físicas. No puedo correr o saltar como un muchacho, ni veo necesidad de hacer semejantes tonterías. Aquellos accidentes provocados, diez muertos, me devolvieron la memoria de otros tiempos.

Nunca he perdido la lucidez. Mi mente, en todo caso, se encuentra tan lúcida como en mis mejores tiempos. Vivo rodeado de vegetales y de imbéciles en este asilo -ahora dicen geriátrico-, haciendo caballitos de madera, pero eso no me convierte en un inútil.

Decidí continuar con mi investigación hasta atrapar al asesino.

Tiempo atrás, ya lo he dicho, yo fui quien arrancó la confesión a Jarabo. A Jarabo le debo yo mucho. El 22 de julio de 1958 nos trajeron a Jarabo a la comisaría. Era el único sospechoso de cuatro crímenes, cometidos entre el día 19 y el 21 del mismo mes. Dos mujeres y dos hombres; ellas, la una criada de un prestamista y la otra esposa de otro prestamista, socio del primero, ambos también asesinados. Mientras mis superiores se preguntaban qué hacer con el caso y enloquecían pidiendo instrucciones yo me quedé a solas con él.

José María Mnauel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris era un niñato bien. Su tío era Presidente del Tribunal Supremo, y de ahí el nerviosismo de mis jefes. No se atrevían a interrogar al sospechoso en tanto alguien de arriba se hiciese cargo o diera instrucciones precisas.

Los dos varones asesinados eran usureros, chantajistas, unos hijos de puta. Y Jarabo un morfinómano, alcohólico, mujeriego multimillonario que había dilapidado una inmensa fortuna en juergas, vicios, mujeres, juego...

Todo el mundo sabía en Madrid quién era el sospechoso y quiénes las víctimas y no era difícil imaginar alguna situación, o mil, en la que Jarabo podría haber caído en manos de los usureros. Yo, a solas con el engreído mamarracho, comprendí al instante que solamente una confesión evitaría que el detenido saliese sin más de aquella sala. Sus influencias y el dinero de su familia comenzarían pronto a mover fichas en su favor. Así, mientras mis jefes corrían de un lado a otro y los teléfonos no paraban de sonar, Jarabo sonreía y sacudía inexietentes motas de polvo de su inmacuado traje cortado a mano por el mejor sastre de París. A su lado, yo, encargado de su vigilancia, inicié una conversación aparentemente banal.

- No se preocupe, Don José María, están en cotacto con su tío. A estas alturas sus padres ya estarán buscando un avión para volar desde Puerto Rico para arreglarlo todo.
- ¿Mis padres?
- Lo sacarán de España, eso seguro, y puede que tenga usted que llevar una vida menos escandalosa en adelante. Nadie demostrará que es usted culpable, y a fin de cuentas hay mucha gente que quería ver muertos a esos prestamistas. Nadie los echará en falta. Puede que las muertes de las mujeres compliquen un poco el asunto, pero nada debe temer. Usted es un caballero y esos hombres merecían morir. Sabemos cómo se las gastaban.

Así, fui llevando la conversación hacia los prestamistas, propietarios de una casa de empeños y conocidos chantajistas de la clase alta madrileña. Convencido de encontrarse a salvo y libre de sospechas, protegido por sus influencias, Jarabo comenzó a contar que esos cabrones le intentaban joder la vida, a él, Jarabo, el gran Jarabo. Sacó dos puros, me ofreció uno; se puso cómodo, estiró las piernas.

Siguió hablando y hablando hasta derrumbarse al llegar a la muerte de las mujeres.

- Yo nunca haría daño a una mujer. Soy un caballero. Me he partido la cara por muchas mujeres. Yo las amo, jamás les haría daño. Pero no tuve más remedio. Sospecharon algo, se pusieron nerviosas. Dios, una de ellas estaba embarazada. ¿Cree usted lo que digo? Tuve que matarlas.

Cuando los jefes volvieron a la sala donde Jarabo lloraba y confesaba a voz en grito, con todo lujo de detalles. El tío de Jarabo, enterado de aquella inoportuna confesión, espantado por los terribles detalles de aquellos cuatro asesinatos, abandonó a Jarabo a su suerte.

Si bien mi nombre jamás apareció en relación a aquel caso, gané enteros en el Cuerpo. Me encomendaron desde entonces multitud de interrogatorios y me convertí en un especialista en homicidios. Hasta mi retiro voluntario, tuve ocasión de tratar con muchos asesinos, y aprendí a conocerlos. Los más odiosos eran para mí los que respondían al perfil de Jarabo: imbéciles guaperas, con un nivel socioeconómico elevado, engreídos, aburridos de sí mismos, despreciaban al resto de la humanidad y se creían todopoderosos.

Y uno de ellos era aquel chico al que no me podía quitar de la cabeza, el comprador de grasa industrial, el asesino de diez personas. Aquel niñato con el que me había topado en la cola del almacén.

Yo me cambio mis pañales. Soy un hombre. Atraparé a ese gilipollas. Y lo haré antes de mi 95 cumpleaños. Ahora, cenaré mi papilla, me acostaré -son casi las ocho y media de la noche- y mañana me pondré a trabajar. Estoy de vuelta.