domingo, 5 de septiembre de 2010

El tercer crimen de la serie.

El segundo crimen me había dejado enteramente satisfecho. Limpio, sin riesgo alguno, efectivo. Entrar, salir y triunfar.

Eso me animó, tras el relativo desastre de mi primera acción y el lío con la grasa. Estuve durante unas semanas planeando mi próximo acto. Durante alguno de mis rutinarios mis viajes de exploración me había llamado la atención una casa solitaria. Se encontraba en una carretera comarcal asturiana, ni recuerdo el nombre de la comarca. Tenía las coordenadas apuntadas en la memoria de mi agenda, y con eso bastaba.

La casa estaba habitada, a saber por quién. Lo que me interesaba de aquella vivienda era que todas las ventanas estaban enrejadas.

Yo había detenido mi coche a cierta distancia de la casa y había permanecido allí, vigilando, por espacio de unos cinco minutos. Mi posición desde la carretera, elevada varios metros, me permitía ver la edificación casi al comleto, lo justo para advertir que solamente contaba con un acceso. Tuve la fortuna de observar a una señora en aquel momento, saliendo de la vivienda. La puerta principal abría hacia fuera. Era todo perfecto. Una cuña en esa puerta impediría que se abriera, y las ventanas enrejadas la convertirían en una prisión.

El día señalado, me acerqué con mi coche a Oviedo. Lo dejé en un parking y me acerqué a una agencia de alquiler. Era la tercera vez que alquilaba un coche para cometer un crimen y aquello comenzaba a preocuparme. Como suele suceder en estos casos, son las rutinas las que hacen caer a los asesinos en serie. "Tras este crimen -pensé- me compraré un coche de segunda mano. Un modelo sencillo, de los que abundan y en un color muy visto. Blanco."

Pasé la tarde en Oviedo, bebiendo sidra y tapeando. Conocí a un grupo de gente a la que me acoplé. Les hice creer que era un agente comercial de paso por la ciudad. Fue una tarde entretenida. Me despedí  y cogí el coche alquilado. Saqué del maletero la mochila, en la que llevaba tres botellas con líquido inflamable y la coloqué en el asiento del copiloto.

Estuve durante un par de horas dando vueltas, haciendo kilómetros y perdiendo el tiempo. A la hora prevista, me fui acercando a la casa. Serían algo más de las dos de la madrugada cuando llegué.

El resultado fue desastroso. Para empezar, la carretara no estaba iluminada. Tuve que aparcar el coche frente a la vivienda para poder iluminar el escenario con las luces. Descorché las botellas, preparé ñas mechas y me acerqué a la puerta. Puse bajo ella una cuña. para evitar su apertura.

Prendí la mecha de la primera botella. La estrellé contra la pared, a más de un metro a la ventana. La botella estalló rompiéndose en mil pedazos y su contenido salió salpicado en todas direcciones, aunque por desgracia mi falta de puntería impidió que se colara en el interior de la vivienda. Varias gotas de líquido inflamado cayeron sobre mí. Por un momento temí que las mechas de las otras dos botellas que llevaba en la mochila prendieran en mi espalda, lo que por fortuna no sucedió. Un perro comenzó a ladrar, y vi una luz encendiéndose en el interior de la casa.

A duras penas conseguí apagar el líquido que ardía sobre mí, del que me quedó una quemadura pequeña en la frente y otra bastante más seria en mi brazo izquierdo.  Ni una sola gota había entrado en el interior de la vivienda.

En ese momento vi acercarse un ciclomotor. Bajó de él un hombre, gritando como un loco. Un testigo incómodo e inoportuno. Saqué de la mochila la segunda botella, prendí la mecha con manos temblorosas  y la arrojé a sus pies. El tío comenzó a arder. Corría hacia mí. Sus gritos eran espantosos.

Se arrojó al suelo en cuanto el dolor le impidió seguir avanzando. Me acerqué a él, cogí la tercera botella y la estrellé en el suelo, junto a su cabeza. Asomada a la ventana, una mujer preseciaba la escena, chillando como loca.

Me subí al coche y salí de aquel lugar a toda velociad.

Sin demora, llegué a Oviedo. Fui al parking en el que estaba aparcado mi coche y me cambié la ropa. El jersey tenía una quemadura notable en la manga. Directamente, entregué el vehículo alquilado, volví al parking, cogí mi coche y volví a mi casa tan rápido como pude. La quemadura e la frente era casi inapreciable y poco dolorosa. La del brazo se me hizo insoportable. Lógicamente no podía acudir a ningún lugar a que me la curaran. En casa tenía pomadas y analgésicos.

Pasé varias semanas hundido. La señora de la casa me había visto, aunque tenía mis dudas de que se hubiese fijado en mi rostro iluminado por las llamas que quemaban al gilipollas del ciclomotor.

Había cometido serios errores, confiado por el relativo éxito de mi primer crimen y aleccionado por el éxito del segundo. Aquello no podría volver a suceder. Decidí  preparar concienzudamente cada una de mis siguientes acciones, no dejando nada al azar ni a la improvisación. Me tomé mi tiempo.